Ella
estaba sentada en una esquina de su habitación con la cabeza entre las rodillas
y sollozando, solo atinaba a balbucear “puedo repararlo”, lo repetía sin cesar,
mientras se balanceaba sin parar.
Desde
hace mucho tiempo, tenía la plena seguridad de que ella había nacido para
reparar, para reparar almas, para cogerlas, acariciarlas, ponerle vendas,
tiritas, alcohol y darle un besito, y así sanarlas, tenía esa certeza.
Cada
día, cuando veía un alma destrozada, ella se sentía en la obligación de
repararlo, porque en el fondo, se creía que todo era culpa suya. Creía que por
haber nacido en el sitio equivocado y en el momento equivocado, muchas almas
estaban sufriendo fuera de su amparo.
Le
gustaba coger almas y repararlas pero lo peor venía cuando esas almas, en
teoría reparadas, se volvían a romper, y se rompían de manera más violenta que
anteriormente. Ella se echaba la culpa, creía que no había echado suficiente
pegamento a las piezas rotas de aquella alma, que no había hecho suficiente, y
se martirizaba, en su interior, todo era culpa suya, por no ser adecuadamente
perfecta, por no ser más que una reparadora de pacotilla.
Y
repetía, una y otra vez, entre sollozos: “Puedo repararlo, tengo que repararlo”.
En
el fondo, creía que hacía esas cosas, para sentir que alguien la necesitaba,
aunque fuese por solo un tiempo, parecía que alguien vivía gracias a ella y
sonreía gracias a ella.
Cuando
veía almas aparentemente arregladas por ella, en ese instante, era feliz, hasta
que otra alma se cruzaba por su camino, y sentía irremediable necesidad de
coger su pegamento y ponerse manos a la obra.
Ella
no sabía cuando cesaría su sed de ayudar a esas almas, solo sabía, que cuando
eso ocurriese, su alma podría estar totalmente en calma.