domingo, 12 de mayo de 2013

Más que un deber


Ella estaba sentada en una esquina de su habitación con la cabeza entre las rodillas y sollozando, solo atinaba a balbucear “puedo repararlo”, lo repetía sin cesar, mientras se balanceaba sin parar.

Desde hace mucho tiempo, tenía la plena seguridad de que ella había nacido para reparar, para reparar almas, para cogerlas, acariciarlas, ponerle vendas, tiritas, alcohol y darle un besito, y así sanarlas, tenía esa certeza.

Cada día, cuando veía un alma destrozada, ella se sentía en la obligación de repararlo, porque en el fondo, se creía que todo era culpa suya. Creía que por haber nacido en el sitio equivocado y en el momento equivocado, muchas almas estaban sufriendo fuera de su amparo.

Le gustaba coger almas y repararlas pero lo peor venía cuando esas almas, en teoría reparadas, se volvían a romper, y se rompían de manera más violenta que anteriormente. Ella se echaba la culpa, creía que no había echado suficiente pegamento a las piezas rotas de aquella alma, que no había hecho suficiente, y se martirizaba, en su interior, todo era culpa suya, por no ser adecuadamente perfecta, por no ser más que una reparadora de pacotilla.

Y repetía, una y otra vez, entre sollozos: “Puedo repararlo, tengo que repararlo”.

En el fondo, creía que hacía esas cosas, para sentir que alguien la necesitaba, aunque fuese por solo un tiempo, parecía que alguien vivía gracias a ella y sonreía gracias a ella.

Cuando veía almas aparentemente arregladas por ella, en ese instante, era feliz, hasta que otra alma se cruzaba por su camino, y sentía irremediable necesidad de coger su pegamento y ponerse manos a la obra.

Ella no sabía cuando cesaría su sed de ayudar a esas almas, solo sabía, que cuando eso ocurriese, su alma podría estar totalmente en calma.