miércoles, 2 de octubre de 2013

Mantas, frío y gatitos

En la madrugada pasada, cuando iba a acostarme, a eso de las doce y media de la noche, había algo que no me dejaba dormir. Seguro que pensáis que era algún tipo de pensamiento que rondaba mi cabeza, pero nada más lejos de la realidad, era mi gata, que estaba a fuera, en el tejado, maullando como si se le fuera la vida en ello. ¿Qué le pasaba? Pues que iba a tener un parto inminente.

Yo no sabía qué hacer, mi madre me había dado órdenes expresas de no dejar entrar a la gata bajo ningún concepto, pero cada vez eran más lastimeros los maullidos de Marlene, mi gata. Entonces, extendí una vieja manta sobre el fondo de mi cama y abrí la ventana. Sí, dejé entrar a mi gata para que pariese en mi habitación.

Al principio, aunque estaba alterada, no paraba de ronronear y estaba contenta. Aunque la quise ubicar en el suelo, por si se le daba por corretear por toda la casa mientras paría, era imposible, ella quería estar cerca de mí y a ser posible, lo más cerca de mi cara posible. ¿Qué hice? Sentarme a su lado, mientras la acariciaba. La gata se empezó a tranquilizar gradualmente y finalmente se acostó y siguió ronroneando, pausadamente. Pero llegado un punto, noté como hacía fuerza con las patitas traseras y supuse, que estaría a punto de parir.

Llegados a ese punto me asusté, al borde de las lágrimas, porque no sabía qué hacer. Nunca había presenciado el parto de una gata, hemos tenido muchas, pero ninguna había necesitado de mi ayuda para parir y entonces, eso me asustaba mucho. Había muchas cosas que me preocupaban. No sabía si los gatitos vendrían bien y en el caso de que saliesen sanos, si los daría echado por si sola o si moriría en el parto. Este pensamiento, el de si moriría en el parto, me encogía el alma, era la primera gata que me quería tanto, solo a mí y reclamaba mi ayuda para parir y no sé, no podía dejarla a su suerte y la simple idea de perderla, me llenaba de tristeza y amargura. Maldije mil y una veces al gato que la dejó embarazada, porque no quería perder a mi gatita, y cabe señalar que ese gato me cae muy bien y de hecho salió de mi casa, pero no podía pensar otra cosa que en que mi gata podía morirse.

Una vez se dispuso a parir y después de echar mucho fluido anaranjado por la vagina, la gata empezó a maullar. No, no era un maullido normal, era un maullido de rabia y de dolor, empezó a comportarse como si estuviese cabreada, supongo que tal como las humanas, cuando dan a luz. Y gritaba, por lo tanto, no podía dejarla dentro de casa, o despertaría a toda la familia.

Dejé que diese a luz a su primer gatito, cuando lo hubo sacado y con este, un pedazo cordón umbilical que no me esperaba que fuese tan largo, los envolví a los dos en la manta y los llevé a un cobertizo que hay al lado de casa. Seguro que pensáis que el trayecto fue fácil, pero no, nada más lejos de la realidad.

El lograr envolverla con lo alterada que estaba con su bebé en la manta, me costó lo suyo, no paraba de patalear, pero yo le repetía palabras dulces, para que se calmase, porque sé que le tranquiliza que le hable, pero no lograba mucho. Cuando me dispuse a bajar las escaleras, estaba completamente nerviosa porque tenía miedo de caerme y matar a la gata y a su cría, la gata no paraba de moverse y el pequeño no paraba de maullar, con esa voz aguda que tienen los gatitos recién nacidos. Aunque las escaleras se me hicieron interminables, logré bajar. Por si creíais que ese era el peor de mis obstáculos, no, para nada, habría más.

Al llegar a la puerta de la entrada de casa, haciendo malabares logré abrirla, sin que se me cayese el gato, porque su madre ya había salido de entre las mantas y se encontraba en el suelo, maullando para que no la echase fuera, porque sabía lo que le esperaba.

Los problemas simplemente venían a mi búsqueda por sí solos. Pues cuando abrí la puerta, Sue, la otra gata que tenemos apareció y bien es sabido, que entre gatas no se suelen llevar bien y esta no era la excepción, Marlene se alteró y empezó a maullarle y a bufarle, hasta que yo la saqué de allí y envolví a Marlene con la manta, para poder llevarla al cobertizo, de una buena vez.

Antes de emprender la salida, en camisón y armándome con una linterna, porque hacía unos días que nos habíamos quedado sin farola, oportunamente, delante de casa, pues emprendí mi camino hacia el cobertizo, en una noche fría, a unos diez grados y soportando  las embestidas de una gata que quería salirse de la manta que la mantenía cautiva. Además, mi perra, Nara, no paraba de ladrar, estaba claramente exaltada por el espectáculo que estaba presenciando.

Al llegar al cobertizo, cogí una caja vieja y metí dentro la manta con madre e hijo, pero no, Marlene no se quedó quieta, estaba maullando e intentando coger a su bebé con la boca, y llevarlo para dentro de casa. Esto todo imaginároslo a oscuras, en un cobertizo lleno de arañas y frío, yo muriéndome de frío y una gata que no se tranquilizaba, pues lo único que quería era que se quedase allí, con su bebé y que lo amamantase y si fuese el caso, diese a luz a más gatitos, pero tranquilamente.

Esto todo había sucedido más o menos a la una de la mañana y yo me encontraba allí, en el cobertizo, con un camisón, una linterna y una gata con su bebé, estaba muriéndome frío, pero entonces llegó mi madre con una bombilla que me daría luz, gracias a un prolongador y una chaqueta, para que yo no me muriese de frío.

Mi idea era la de quedarme toda la noche con la gata, si era necesario. Dado que si no se tranquilizaba, yo no soportaría sus maullidos lastimeros en mi ventana, para que la dejase entrar y además, ahora tenía un gatito del que cuidar y yo no iba a permitir que ella pariese más crías en mi tejado, esa no era un buen parto para mi gata.

Estuve sobre una hora hablándole y diciéndole cosas para que se calmase, pero ella no quería meterse dentro de la caja, donde estaba la mantita y obviamente, era donde yo había metido a su bebé. En el suelo, había una chaqueta vieja, que era en la que solía acostarse tanto ella como Sue, pero que mi madre había trasladado allí por si la gata quería parir. Y entonces, decidí coger al gatito y ponerlo allí. Para mi sorpresa, la gata se acurrucó en torno a él y el gatito paró de maullar desconsoladamente y de moverse, porque se movía de un lado a otro, buscando a su mamá.

Cuando se hubo tranquilizado un poco, algo extraño pasó, empecé a escuchar chillidos, eran ratas, había ratas en el cobertizo y entonces se me pasaron cosas horribles por la cabeza. Que las ratas cogiesen al gatito si Marlene se separaba de él o cosas así. Decidí hacer ruido para que se fuesen y pareció ser efectivo, porque no volví a escuchar a esos bichos inmundos.

Cabe señalar que tengo un pavor desmesurado a las arañas y por lo tanto, aquel entorno me resultaba muy incómodo. Cada roce que notaba en mis piernas, pensaba que eran arañas y me revolvía mirando a ver lo que era. Había un montón de “caballitos del diablo” volando alrededor de mis piernas, como si quisiesen burlarse de mí. Y por un instante, me quedé mirando a una araña que estaba tejiendo una tela, lo cual me hizo sentirme todavía más inquieta. Pero no importaba, ninguna de mis fobias tenía cabida en aquella noche, ahora solo importaba Marlene y su bebé.

Después de acurrucarse en torno a su bebé, empezó a comerse el cordón umbilical del mismo. Eso me causó entre ternura y repulsión, porque obviamente no es una estampa que yo vea todos los días, pero por alguna extraña razón, parecía que hacer eso la tranquilizaba, el cuidar de su hijo, la estaba tranquilizando y ya no maullaba, ni se revolvía nerviosamente, como había hecho con anterioridad.

Cuando vi que estaba tranquila, ronroneando e intentando dar de mamar a su gatito, empecé a barajar la idea de irme a dormir, porque me estaba muriendo de frío, con tan solo un camisón y una vieja chaqueta de mi madre, en aquel cobertizo una noche fría y húmeda de otoño. Y además, mis paranoias a cerca de las arañas, tampoco ayudaban mucho. La besé con ternura en la cabeza y le dije que cuidase de su bebé, que era precioso. Y me encaminé hacia casa, no sin irme parando por el camino, por si la oía maullar y tenía que volver con ella. Pero no, no maulló y parecía que todo se había calmado.

Cuando llegué a mi cama y pensé en la experiencia que había vivido, pensé que era surrealista. Yo, Alba Gómez, me había convertido en la comadrona del primer parto de mi gata, había sido todo precipitado y muy confuso, pero el parto había sido un éxito al fin y al cabo, ya que había presenciado el nacimiento del único gatito de su primera camada. Y por fin, pude dormir tranquila, con mi gata acurrucada entorno a su gatito y yo calmada porque ella ya estaba feliz y ronroneando, con su primer hijo.